Nadie sabrá que vuelo

Por José Antonio Iniesta


  

SEMANA SANTA | ADARVE 59
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 La magia de los redobles hellineros se remonta al círculo, al parche de entraña o fábrica batido por dos palillos, como el viento que agita el tronco de los árboles y ahora arrastra a dos ramas casi vivas por la geometría sagrada del círculo. No hay más... aunque se acompañe de un infinito todo.

      Redoblar es abrir las puertas del cielo a cada instante. A nadie se le concede mayor milagro de forma tan generosa, sin casi preparación para el rito, sin oropeles ni sahumerios, sin cánticos ni flores engalanando las cabezas. Y aún así hay de todo eso, un rito inmemorial, aunque no tengamos que presumir que viene de la noche de los tiempos; adornos consentidos, como túnica y pañuelo, negro y rojo en un contraste que disloca los sentidos; olores a incienso que vienen de la cercana iglesia y música celestial que reverbera por las calles;  y eso sí, flores, miríadas de flores, que conceden el aroma del tiempo preservado en sus cálices para adornar el elevado reino de los tronos, sobre los que casi levitan, santos, Vírgenes y Cristos.

      Es el tiempo del redoble que viene de la entraña, del último rincón del alma, y que vibra en el latido. Mañana será mañana, pero hoy es el momento de vivir el milagro, de encomendarse a los santos ángeles que remueven sus alas enganchados a las palometas, revoloteando nerviosos a lo largo de los aros. Todas sus plumas perdidas resuenan entre los bordones de aquellos que jamás se cansan, y golpean y golpean para conseguir atrapar entre sus tripas la gloriosa música de las esferas.

      Todo lo doy en este día por un redoble, porque él abarca en el infinito la mirada sonriente de mi hijo, los ojos de mi esposa, las arrugas marchitas de mi madre.

      Todo el latido de mi corazón,  el frenesí de mis nervios, el trance, la paz y la congoja, se encierran ahora en un círculo pegado a mi vientre, como un hijo que naciera de una mujer en cinta. 

      El redoble ha de llevarme tan lejos como quiera, ha de abrir las puertas que durante todo el año estuvieron cerradas, porque él es el sortilegio que custodia las siete llaves que han de abrir las puertas del cielo, aquel que extiende nubes por mis calles, el que hace surgir la luz en los corrales.
      
      En este latido de un corazón redondo como la luna llena de Jueves Santo están las risas de todos los niños, la sabia voz de cada uno de los ancianos, y todo aquello que año tras año se ha venido colgando del gancho invisible de mi conciencia. 

      Nadie me quitará el prodigio que me ha sido concedido. Nadie verá mi propio vuelo por encima del resto de los hombres, porque seré a un mismo tiempo tambor y tamborilero, parche y piel humana encarnecida.

      Viene el redoble del mundo de los sueños y en él me marcho para estar más cerca que nunca, para sentirme como nunca he conseguido hacerlo, para reír y llorar desde dentro.

      Nadie sabrá que vuelo, mezclado el mío con tantos otros vuelos...

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