La Escuela en Vinaceite: Recuerdos de dos generaciones

por Álvaro Segundo Alcaine
y Ángel Segundo Elías





   Cuando los coordinadores de esta edición del Rujiar me propusieron realizar un artículo sobre la escuela en Vinaceite pensé que sería una buena idea enfocarlo desde la perspectiva de dos generaciones distintas. Por eso pedí la colaboración de mi padre, Ángel Segundo, para así poder establecer una comparativa de cómo era la educación escolar y de qué forma la vivían los alumnos a través de dos generaciones distintas. Conforme vaya avanzando en el artículo el lector podrá comprobar que, aunque las formas de enseñanza eran en cierto modo diferente, las diferencias eran mínimas en la forma de ver la vida entre un alumno que acudió a la escuela en plena dictadura franquista y otro que lo hizo en los albores de nuestra actual «democracia»1; al fin y al cabo los niños siempre son niños.


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La Escuela en Vinaceite: 1955-1962, por Ángel Segundo


En aquellos años, normalmente, se empezaba a ir a la escuela nacional a los seis años de edad (salvo alguna excepción en que se empezaba a los cinco años, creo que pagando alguna pequeña cuota durante un año). La Escuela Nacional de Vinaceite estaba ubicada en el edificio del antiguo Ayuntamiento, el cual estaba distribuido de la siguiente forma: en la planta baja estaba el patio, el botiquín, la carbonera, la escalera y, en la parte de atrás, el aula de los niños y el patio del recreo; en la planta superior el Ayuntamiento en sí y el aula de las niñas, ya que entonces las aulas no eran mixtas como en la actualidad. Estas eran rectangulares, con dos filas de pupitres y pasillo central, y al fondo la mesa del maestro y la pizarra.


La construcción del nuevo Ayuntamiento a principios de los años 80.
En el antiguo Ayuntamiento se ubicaban las viejas escuelas.

   El que suscribe estas líneas empezó a ir a la escuela el año 1955, siendo el maestro titular en el momento D. José Desiderio Vicente Coll, natural de Menorca pero establecido y casado en Vinaceite. En aquellos tiempos, por supuesto, era un maestro afecto al régimen establecido, con un carácter autoritario pero con grandes conocimientos en casi todas las materias. Sin pretender valorar las ideas políticas, ni las diferentes formas de encajar la enseñanza por parte de los alum-nos, quiero afirmar que tenía grandes cualidades para la docencia. Como prueba puedo decir que íbamos a clase en aquellos momentos 49 alumnos de edades entre 6 y 14 años; y se enseñaba desde las vocales hasta un nivel de raíces cúbicas en Matemáticas. Además tuve la oportunidad de contrastar el nivel adquirido con alumnos del resto de la provincia cuando en el año 1962 salí de la escuela para ir como becado, después de previo examen, para estudiar Formación Profesional en Teruel. Otros como yo también fueron como becados para estudiar Formación Profesional o Bachiller, y puedo asegurar que los alumnos de Vinaceite estábamos en un nivel muy considerable, debido precisamente al desarrollo de la enseñanza impartida por el maestro anteriormente mencionado.

   Las materias se desarrollaban por días de la semana (me imagino que estaría establecido así en las normas) y también por supuesto teníamos nuestras horas de Educación Física, desarrollando tablas de gimnasia, carreras, excursiones al aire libre, etc.

Una de las materias que más se tenía en cuenta era la escritura, empezando a hacer caligrafía para tener una letra aceptable, y dictados para repasar las faltas de ortografía.

   En un principio siempre se escribía con lápiz para poder borrar, si era preciso, con la goma, y ya cuando el alumno tenía cierta seguridad y limpieza en la escritura se pasaba a escribir a tinta. Hay que considerar que entonces no se usaban los bolígrafos, sino un tintero, cuya tinta empezábamos fabricando nosotros mismos con agua y colorante. Se escribía con plumilla, con la cual era sumamente fácil hacer borrones; era un lujo cuando a algún alumno le regalaban o compraban una pluma estilográfica.

   En aquellos años pertenecientes todavía a la Posguerra había muchas familias que justamente podían cubrir las necesidades más vitales; en lo referente al vestuario, por supuesto, todos íbamos vestidos con la ropa que teníamos, sin ningún tipo de uniformidad. Además, para intentar cubrir de alguna manera esas necesidades más básicas había establecido un desayuno en las primeras horas de la mañana que, por turno, hacían las madres de los alumnos (creo recordar que por semanas), con leche en polvo que proporcionaba la administración. Por las tardes existía una merienda a base de queso o mantequilla que nos repartían a la salida de clase. Como es normal, a unos chicos les venía muy bien y a otros no les gustaba; pero creo que fue para el momento un gran acierto y un buen complemento para el desarrollo y crecimiento en nuestra niñez.

   Recuerdo que una tarde un alumno (me imagino que por encargo) trajo una bombilla desechable para realizar un experimento. Consistía en convertirla en un barómetro que, de alguna manera, mediría la presión atmosférica. El maestro encargó a un chico de los mayores que, con una cuchilla de un sacaminas, agujereara la mencionada lámpara. Esto se conseguía por frotamiento dentro de una palangana con agua, para evitar el calentamiento por el roce; y así, al cabo de unas horas, turnándose varios alumnos, se consiguió que a la bombilla se le hiciese una fina hendidura que atravesaba la pared del cristal en su parte inferior. Llenándola de agua a continuación el maestro le ató un hilo en la parte superior, es decir en la boquilla, y la colgó en la ventana del aula que daba al patio del recreo. Nuestra sorpresa fue grande al ver que el agua no se caía, pero fue mayor cuando a los pocos días vimos que, de gota en gota, iba saliendo como por arte de magia. Esto ocurrió al bajar la presión y a continuación empezó a llover. Fue la demostración de lo que el maestro quiso enseñarnos en aquella lección de Ciencias Naturales.

   En la hora del recreo salíamos a jugar a la calle; uno de los sitios preferidos era la Plaza del Pilar, porque en los días fríos de invierno allí hacía algo más de abrigo. Un día uno de los chicos mayores trajo una pelota de goma para practicar un juego que llamábamos «chiva», y que consistía en coger la pelota y lanzarla con todas las fuerzas sobre el chico más cercano o contra el que más manía se tenía. Al salir rebotada la cogía el que podía y seguía lanzándola sobre otro. No cabe duda de que los mayores y más fuertes calentaban de lo lindo a los más pequeños, y recuerdo que cuando me llegaba a mí el pelotazo (y a veces era en la cara, y teniendo en cuenta el frío que hacía en aquellos inviernos) escocía y mucho. Es cierto que era un juego bastante bruto e inhumano, pero a la vez nos servía para quitarnos el frío, puesto que no se paraba de correr.

   También se practicaban otros muchos tipos de juegos, como el fútbol, la comba, pelota mano, ceremín, la lonja, las canicas o pitones, etc. En aquellos tiempos las calles eran de tierra, y eran muy apropiadas para este tipo de juegos. Prácticamente todos los juegos se desarrollaban en la calle, salvo alguna excepción de juego de mesa, como el parchís o la oca. En aquellos años no existía la televisión en las casas particulares, ni videojuegos ni consolas, ni nada parecido; por lo tanto salíamos corriendo de clase para llegar a casa, coger la merienda (a veces una papeleta de olivas negras con un zoquete de pan) y a la calle, que era el punto de encuentro y de juego. Si era invierno quedaba poca tarde y había que aprovechar el poco tiempo al máximo para jugar al palo, las cartetas o coger el aro (al que llamábamos «redoncho»), que tenía una manillera de fabricación casera, y con el que pasábamos esa hora que quedaba de día recorriendo las calles del pueblo. Cuando venía la luz del alumbrado público, que consistía en unas cuantas bombillas repartidas por las esquinas de las calles y que daban muy poca visibilidad, había que regresar a casa de inmediato, y era el momento de hacer los deberes impuestos por el maestro en clase.

   Quiero reseñar, para los lectores más jóvenes de estas líneas, que no teníamos ni ordenadores ni la cantidad de juegos comerciales que cuestan hoy en día mucho dinero a los padres, y que han ayudado a muchas familias a profundizar la crisis. Pero con aquellos medios escasos, simples y caseros, los niños de aquella época éramos felices igualmente, y seguramente aprendimos a valorar las cosas en su medida, compartiéndolos en muchos casos con los demás chicos e intercambiando las cosas que teníamos cada uno.

   Quiero destacar que, en general, en la escuela de aquel tiempo había buena camaradería y desde allí se formaron amistades que hoy todavía perduran y están activas. De esa forma se guardan recuerdos y nostalgias; por supuesto los mejores de aquella época.


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La Escuela en Vinaceite: 1982-1992, por Álvaro Segundo


   Los primeros recuerdos que guardo de mi época escolar pertenecen a la época de preescolar, más conocida por los chicos de nuestra época como «parvulitos». Los chicos y chicas de mi edad empezamos a ir a clase con cuatro años, en 1982; era un aula mixta de niños y niñas donde íbamos juntos los chavales de cuatro y cinco años. Nuestro aula estaba situada en un local de la Calle Mayor cedido por un vecino de la localidad; una casona de labradores muy grande donde también hubo una peña llamada «Porqué, porque sí». Nuestra maestra era una chica del pueblo, Ana María Tarazona, que a pesar de que por aquel entonces nos parecía toda una mujer, era una joven de apenas 16 años. Con ella aprendimos las primeras letras y también a pintar y a dibujar; cuando llegamos a 1º de EGB (Educación General Básica, por aquel entonces) la mayoría ya sabíamos leer bastante bien.
   De aquellos años recuerdo varias anécdotas. Como yo era un poco «trasto» la maestra me tenía muchas veces castigado en un rincón, donde yo solía hacer peleas de gallos con mis propias manos. También recuerdo que uno de los chicos que tenía un año más que yo era muy aficionado a comerse las gomas de borrar; una de sus compañeras tenía una goma en forma de cucurucho de helado y siempre estaba diciendo que le encantaría comérsela porque debía de estar muy buena Un día, aprovechando un descuido cuando su propietaria estaba en el recreo, dio buen cuenta de ella y dijo que era la mejor que se había comido en su vida.

   En otra ocasión la maestra propuso en el recreo que jugásemos a «indios y vaqueros»; los chicos seríamos los vaqueros y las chicas los indios. Los vaqueros caímos prisioneros y fuimos atados a varios aperos de labranza que había en el corral del edificio. Como yo había visto muchas películas empecé a frotar la cuerda contra el hierro del cultivador hasta que conseguí romperla, ayudé a liberar a uno de mis compañeros, pero al tercero no lo pudimos liberar y tuvimos que subir a clase para cortar la cuerda con unas tijeras, dejando al pobre atado al cultivador y llorando como una magdalena. Al final lo liberamos y conseguimos dar con las «indias» que se habían escondido en el piso de arriba de la casa.

   En 1984 empecé 1º de EGB, acudiendo para ello al Colegio Público de Vinaceite. Este colegio (o «escuelas» como las conocíamos más comúnmente) había sido construido en torno a 1960, por lo que mi padre todavía llegó a ir a él durante sus últimos cursos. El colegio constaba de dos aulas para dar clase, un baño para chicos y otro para chicas, una biblioteca-sala de profesores y un espacio anexo al que llamábamos «carbonera», en donde se guardaba la leña para calentarnos en el invierno. En torno a las escuelas estaba el patio de recreo, donde todavía no existía ningún tipo de pista polideportiva. También había dos casas para los maestros que se quedaban durante toda la semana.

   Por aquel entonces íbamos a la escuela entre 40 y 45 alumnos entre chicos y chicas, en clases igualmente mixtas. Para impartir las diferentes asignaturas solamente había dos maestros: María del Carmen Casanova y Mariano Estrada.

   De los primeros cursos se encargaba María del Carmen Casanova; con ella perfeccionamos nuestra forma de leer y escribir; empezamos a desarrollar nuestros sentidos con música y ritmos, actividades táctiles y nuestras primeras clases de
plástica (que eran más conocidas entre nosotros como «trabajos manuales»); también comenzamos a hacer nuestras primeras operaciones matemáticas.


Actual Colegio Público de Vinaceite, construido en torno a 1960.

   De los cursos de «los mayores» se encargaba Mariano Estrada, natural de La Puebla de Híjar y actualmente colaborador en numerosas publicaciones y actividades que realiza el CEBM. Con Mariano empezamos a desarrollar todas las asignaturas que englobaba la EGB: Lenguaje, Matemáticas, Ciencias Naturales, Ciencias Sociales y Plástica. La asignatura de Religión era impartida por el párroco de la localidad (primero Julián Díez y después Antonio Lasheras) y la de Educación Física por el coordinador de deportes de la «comarca», Jesús. Teníamos dos clases de hora y media por la mañana (con un recreo de media hora entre las dos) y dos clases de una hora por la tarde.

   De estos años recuerdo que, en los días de invierno, éramos los alumnos los que teníamos que ir a encender la estufa de leña que calentaba el aula. Un alumno de los cursos de «los mayores» lo hacía cada día acompañado de uno de los alum-nos «pequeños» que le ayudaba; además, había que ir a buscar la leña a la «carbonera». Algunos años después, a finales de los 80, ya se puso calefacción de gasoil, con caldera central y radiadores, y se perdió esta tradición.

   Me acuerdo también que Mariano era muy aficionado a la fotografía y, cuando llegaban las fechas navideñas, nos enseñaba a realizar «fotogramas» en el laboratorio fotográfico, que luego llevábamos como felicitación a nuestros padres. En otras ocasiones nos ponía sesiones de diapositivas que él mismo hacía y «retocaba».

   También a finales de los años 80 se incorporó al Colegio Público de Vinaceite un nuevo maestro, con lo que había tres. La docente que se incorporó fue María Pilar Pardos, natural de Belchite, que empezó a dar clase a los alumnos de 6º, 7º y 8º curso. El problema es que, como sólo había dos aulas, en principio hubo que dividir un aula en dos por medio de unos armarios que actuaban a modo de biombos, y por encima de los cuales los alumnos nos lanzábamos bolas de papel, gomas de borrar y otras cosas. Al año siguiente ya se adecuó una sala de una de las casas de los maestros para aula de los alumnos de estos tres cursos. En estos tres últimos cursos se incorporaba a las asignaturas la lengua extranjera, que en nuestro caso era el francés.

   Antes de que yo acabara la EGB, en el curso 1991-92, María Pilar se fue a otro colegio siendo sustituida por un nuevo maestro que era natural de Andorra, Macario (del cual no recuerdo el apellido). Con él que hicimos una excursión un día para conocer Zaragoza. Este maestro, entre semana, se quedaba a vivir en la casa cuyo salón empleábamos de aula y nos entrenaba para jugar al fútbol-sala por las tardes.



Maestros y alumnos del Colegio Público de Vinaceite (curso 1985-86).

   En los recreos jugábamos a muchos juegos, muchos de los cuales habíamos «heredado» de nuestros padres y de generaciones anteriores: «chiva», «churro va», «balón prisionero», «el pañuelo», «el ceremín», «el Tio Porras», etc.; las chicas también solían jugar a la comba y a la goma. Aunque nuestra mayor diversión era tirarnos por el barranco con sacos llenos de paja o de cuerdas de «empacar».

   Cuando ya empezamos a ser más mayores, los chicos empezamos a practicar varios deportes: baloncesto, atletismo y, sobre todo, fútbol-sala, una de mis grandes pasiones. Al principio, como no teníamos pista polideportiva jugábamos en el patio del recreo, con dos piedras o dos chaquetas como porterías. A finales de los 80 se construyó la pista deportiva y ya pudimos jugar al fútbol en mejores condiciones. Se crearon los primeros equipos y tuvimos nuestras primeras «equipaciones», que consistían simplemente en cinco camisetas de color verde con una leyenda en la espalda que decía «C. P. Vinaceite»; yo todavía guardo la mía después de más de 20 años. Las chicas tenían una igual de color amarillo. Empezamos a jugar las primeras ligas con los chicos de los colegios de los pueblos vecinos... y la verdad es que nos llevábamos unas palizas de aúpa. Aún recuerdo cuando iba en 6º de EGB que aquel gran equipo de Híjar que se proclamaría posteriormente campeón de Aragón de la categoría nos ganó en nuestra propia casa ¡3-33! (y eso que a las chicas que estaban en la mesa, que eran del pueblo, se les «olvidó» apuntar algún gol). Al final mejoramos bastante y ya no nos metían semejantes «somantas».

   Después de la pista polideportiva, y también dentro del recinto de las antiguas escuelas, en concreto en el lugar que ocupaba «la carbonera», se construyeron las piscinas municipales. Y también, al lado de la pista, el pabellón multiusos de la localidad.

   Una de las experiencias que recuerdo de forma más entrañable, de mi paso por la escuela, es el haber podido ir al CRIET de Alcorisa (las siglas CRIET significan Centro Rural de Innovación Educativa de Teruel, y aparte del de Alcorisa había otros dos en Cantavieja y Albarracín). Los CRIET fueron una experiencia piloto, una forma de ayudar a la interrelación y a la educación de los alumnos desfavorecidos del medio rural turolense. Durante quince días en cada uno de los dos primeros trimestres y una semana en el tercero, los chicos de 6º, 7º y 8º de EGB acudíamos a este sitio para reencontrarnos con chicos y chicas de otras localidades de la zona que tenían menos de 500 habitantes (a saber: Castelnou, Berge, Molinos, Oliete, Crivillén, Gargallo, Estercuel, Los Olmos; y muchos otros pueblos). Allí tenías otro tipo de clases o asignaturas, con otros profesores que se encontraban allí, con el incombustible Salvador Berlanga, su director, a la cabeza. Como digo fue una experiencia inolvidable porque pasabas quince días conviviendo con chicos y chicas de otras localidades; esto hizo que surgieran férreas amistades que hoy todavía persisten... y también algunos «primeros romances».

   En fin, siempre se ha dicho que la escuela en el medio rural causa dificultades tanto a los alumnos como a los maestros, a la hora de enseñar y aprender. Reconociendo que es complicado para un docente el tener que dar clase a alumnos de tres y hasta cuatro cursos distintos, no comparto la opinión de que el recibir las clases en estas condiciones forma a alumnos menos preparados. Modestia aparte, pueden servir los ejemplos de mi padre y el mío propio para demostrar que esto no es así. Mi padre, al igual que otros compañeros de su tiempo, pudo salir a estudiar a Teruel gracias a las becas que ofrecía el Estado a los alumnos más destacados de las distintas localidades de la provincia. Allí pudo comprobar que su nivel era bastante alto y consiguió su título de Formación Profesional sin dificultad. Por mi parte, estudié el Bachillerato en Zaragoza y cuando lo empecé también noté que en la mayoría de las asignaturas tenía un nivel incluso superior al resto de los alumnos. Aprobé también el Bachillerato de forma notable y pude luego licenciarme en la Universidad. Es decir, que el estudiar en el medio rural no es sinónimo de recibir una mala educación; todo depende del docente y de la disposición del alumno.

   En la actualidad tan sólo 11 alumnos asisten a clase en el Colegio Público de Vinaceite (si bien es cierto que los alumnos de 1º y 2º de la ESO, lo que era antes 7º y 8º de EGB, cursan ya sus estudios en el Instituto de Híjar). La mayoría de ellos, además, son hijos de inmigrantes, de nuevos pobladores que han venido a trabajar al pueblo; en concreto siete (tres rumanos, dos búlgaros y dos marroquíes). Para dar clase a estos 11 alumnos del colegio de nuestra localidad, perteneciente ahora al CRA de La Puebla de Híjar, hay asignados 1,5 maestros (ahora resulta que los docentes se pueden partir). Es evidente que la reducción y el envejecimiento paulatino de la población en estos años ha hecho disminuir también el número de alumnos. Pero seguiremos luchando para que la escuela siga abierta y las generaciones venideras puedan seguir estudiando en su medio de vida, sin tener que desplazarse lejos de su casa.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:

1 Entrecomillado, sí, la educación recibida y la propia experiencia vital también me han enseñado a ser crítico en muchas ocasiones.

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